Tras unas tres horas de camino, comencé a sentir el estómago vacío y decidí buscar un buen lugar donde descansar las ya agrietadas deportivas, a resguardo del viento, que en cuestión de minutos parecía haberse levantado. Si continuaba, debía dejar a un lado las rocas y con ellas todo lo que me servía de referencia, así que trepé a una pequeña superficie plana que presidía un pino de tamaño medio pero muy altanero, suficiente para procurarme algo de cobijo y solisombra. Se antojaba más fácil desde abajo, como pude notar al desprenderse el fragmento de roca en el que apoyaba el pie izquierdo, justo antes de dar el último paso. Metí la mano en la vieja faltriquera de mi abuela y saqué algunos frutos secos, que sin duda me darían refuerzo para continuar. Levanté la cabeza, masticando lentamente, con los ojos cerrados y de cara al pleno sol que se encontraba en el punto más alto, donde ya sólo podía bajar. Me quedé muy quieto y estuve así un buen rato hasta que me pudo el sueño y apoyé la cabeza sobre el tronco del pino inclinado que me servía de respaldo.
Cuando desperté di un pequeño sobresalto, al notar cierto cosquilleo en una pierna. Sólo era una piña que me había rozado al caer desde una de las ramas. Muy abajo, parecía; más de lo que recordaba haber recorrido a la inversa. Asomé la cabeza por un hueco entre las pieles y deshice la posición fetal para incorporarme. Un vértigo repentino me recorrió el cuerpo al verificar la sospecha: el pequeño altiplano en miniatura en el que me hallaba se encontraba tres o cuatro veces más elevado. El cielo, sangrante por no querer morir el día todavía, presentaba menor claridad y el sol se precipitaba a mi derecha, a poco de perderse en el horizonte.